JULIO CÉSAR ABAD VIDAL. La presente exposición reúne dos grupos de trabajos desarrollados paralelamente en estos primeros meses de 2013, que pese a diferir notablemente en sus respectivas técnicas y soportes, han permitido a Diana Velásquez lograr una metafórica afirmación en torno a algunas consideraciones sobre el hogar. Series ambas en las que la fragilidad de la belleza de sus resultados contribuye a hacer más lacerantes sus postulados.
Ninguna de las series que presenta por vez primera en “Habitar la Línea” ofrece representación humana alguna. No es inconveniente para que Velásquez transmita de una manera límpida la desazón que ha de sentirse ante un mundo culpable. Una de estas familias de trabajo se desarrolla superponiendo a escasos centímetros de distancia dos papeles, todos ellos de similar formato, DIN-A3 (29,7 x 42 cm). En los soportes que quedan en segundo plano, Velásquez encola fragmentos de papeles estampados para la decoración de casas de muñecas, y procede a cubrir algunas de las partes restantes con elementos de dibujo. Asimismo, en algunos de estos papeles introduce motivos plegados, simulando, por ejemplo, restos de paredes o de escaleras parcialmente derruidas, dotándolos, de este modo, de volumen. Todas estas construcciones se presentan ruinosas, en ocasiones con el triunfo de una naturaleza que se abre paso a través del caos y los escombros o con pájaros (frecuentemente, colibríes libando flores), pero que carecen de naturalismo para convertirse, en sí mismos, en patrones, como demuestra el modo pautado en el que se representan, rompiendo Velásquez de este modo cualquier atisbo de verosimilitud figurativa y dirigiendo su presencia a la constatación del simulacro. No hay rastro del ser humano ni de los objetos que alguna vez le fueron útiles. Todo está reducido a escombros. Sobre estos fondos, Velásquez superpone otros papeles de idéntico formato que ha horadado o recortado para dejar ver a través de estos vanos, fragmentos de lo que se encuentra en el fondo. Esta precariedad de lo visible parece subrayar la identidad del espectador como voyeur cuando, como se trata como en esta ocasión, se acerca a escenas de interior. Como en un desafío, quien se aproxime a ver estas construcciones de Velásquez podrá mirar impúdicamente, pero no habrá de acertar a comprender apenas nada sobre quienes allí habitaban.
Las casas de pájaro, enteramente confeccionadas por Velásquez, son inicialmente réplicas de los elementos construidos por el hombre para la eventual y pasajera ocupación de aves para anidar. Pero su posterior manipulación le servirá para una reflexión sobre las ilusiones del hogar. Ese estar en casa conocer el abrigo y la seguridad en un mundo habitado por lo que escapa al control de uno, promesa, acaso, de una reparación, es, también, una ilusión acechada por amenazas sin cuento (la artista está elaborando en estos meses obras que se ocupan del abusivo sistema hipotecario español y la calamitosa situación de muchas de sus víctimas). Pero es que la promesa del paraíso de seguridad del hogar puede también estar habitada por el abuso, el rencor y la hipocresía entre sus miembros. Las casetas para pájaros confeccionadas por Velásquez no permiten su ocupación o impiden para siempre la salida de las aves que allí penetraron. A fuerza de sobreproteger, se han tornado cárceles sin salida, cámaras de tortura o fortalezas inaccesibles.
La ambientación temporal de la integridad de las obras que forman ambas series de Velásquez parece haber quedado suspendida en un pasado incorregible, como en un desastre apocalíptico carente, no obstante, de espectacularidad. Y exhibiendo una memoria indescifrable. Anidar era otra cosa.